Por Gabriela Mitidieri

Resumen

El presente artículo centra su mirada en las características del circuito de trabajo femenino de la aguja en la ciudad de Buenos Aires a mediados del siglo XIX. Se propone explorar las experiencias insertas en la producción y consumo de vestimenta, mediadas por relaciones de clase, género y origen étnico. También busca estudiar los diferentes espacios de trabajo que involucró, desde el taller artesanal hasta los lugares de morada, donde estas costureras cosieron a destajo. Se espera así poder conectar la reconstrucción de un mundo laboral femenino poco explorado con los cambios que tuvieron lugar en Buenos Aires, al calor de las disputas bélicas por un nuevo proyecto de país.

Palabras clave: costureras, vestimenta, artesanado, Buenos Aires, siglo XIX

  1. El taller de Madame Louise

A mediados de siglo XIX, la modista francesa Louise Schemita llegó a la ciudad de Buenos Aires acompañada de su hijo con la firme intención de abrir su tienda en el centro porteño. Existía por entonces una nutrida comunidad de origen francés en la ciudad que tendía redes afectivas y laborales entre sus miembros.[1] Fue en ese marco que Louise logró llevar adelante su emprendimiento de trabajo. Prueba de esto era la publicación regular de sus avisos de confección de trajes para señoras en las páginas finales del diario local El Nacional.[2] En el espacio de tienda y taller de trabajo de costura, esta francesa de 33 años desempeñó su oficio y también entrenó como aprendiza a Amalia Dulesale, una joven porteña de 17 años que ayudaba con las tareas cotidianas mientras aprendía el arte de la costura.[3]

El 7 de febrero de 1859 fallecía Petrona Lopes.[4] Mujer de 69 años, nacida y criada en el país, había vivido en una casa humilde próxima al arroyo Maldonado a 5 kilómetros del casco urbano en la periferia oeste de la ciudad de Buenos Aires, donde habitaban una mayoría de trabajadores africanos y brasileros con sus familias.[5] Sin hijos ni esposo declarado, la mujer se ganó la vida como costurera probablemente de un modo distinto al de Louise o Amalia, quienes cosían en un taller céntrico. Es factible que hubiera realizado el trabajo de costura en su domicilio, tal vez recibía piezas para coser de algún sastre o modista. Petrona terminó sus días en el Hospital General de Mujeres, dirigido por las señoras de la elite local de la Sociedad de Beneficencia, quienes solían alentar y favorecer a diferentes trabajadoras de la aguja como parte de su proyecto de brazo asistencial dentro del nuevo gobierno porteño.[6]

La costura en este contexto constituía el principal oficio con características de trabajo artesanal abierto para mujeres. Este artículo propone sondear dichas experiencias para así indagar específicamente en las distintas posibilidades de trabajo para mujeres con un oficio de costura en la ciudad a mediados del siglo XIX. Se busca explorar el modo en que relaciones de género, raza, clase y edad mediaron tanto las posibilidades de supervivencia como los sentidos asignados al trabajo desempeñado. El foco estará puesto aquí de manera privilegiada en las experiencias de ciertas mujeres que trabajaron como modistas y costureras en tiendas-talleres de producción y venta de indumentaria femenina, o contratadas para hacerlo por pieza en sus lugares de morada. Se espera poder realizar un aporte a la historia de los mundos del trabajo en este período, otorgándole entidad a la agencia de ciertas mujeres trabajadoras y a ocupaciones como las de la aguja, cuya cualidad feminizada permite reflexionar acerca de las definiciones históricas -y atravesadas por relaciones de género y raza- acerca de lo que se entendió por trabajo, trabajadores y calificación en este momento.En el año 1852, la Batalla de Caseros había puesto fin al gobierno de Juan Manuel de Rosas, estanciero y caudillo que dirigió la provincia de Buenos Aires en los períodos 1829-1832 y 1835-1852 y construyó un margen de estabilidad política y económica tras dos décadas de guerras independentistas en el área del antiguo Virreinato del Río de la Plata. Su caída fue también la de las alianzas que sostuvo con caudillos federales de las provincias del interior del territorio, con lo que se inauguraba una década de conflictos político militares entre la Confederación Argentina y el nuevo gobierno liberal del estado de Buenos Aires, el cual disputaría, entre otras cuestiones, el control de la aduana de Buenos Aires. La actividad porteña estaba principalmente ligada a un modelo de exportación primaria de cueros vacunos y tasajo de su campiña próxima -y a lo largo de esta década también habría de sumarse la explotación del ganado ovino-. Sin embargo, el crecimiento de la ciudad y la expansión demográfica que tendrían lugar al comienzo de la segunda mitad del siglo XIX iban a estimular también el desarrollo de la producción manufacturera y artesanal.[7]

El estudio al que me aboco se encuadra en una corriente reciente de pesquisas que desde la historia social con perspectiva de género apunta a explorar las experiencias sociales de hombres y mujeres en la ciudad de Buenos Aires a mediados del siglo XIX[8]. Dicha corriente es deudora de la historiografía que analizó desde una perspectiva de género los mundos del trabajo en Argentina. Un primer nudo problemático dentro de este conjunto de indagaciones ha sido el lugar de las mujeres en el mercado de trabajo,[9] las cuales permanecieron largo tiempo ausentes de los relatos históricos sobre la clase trabajadora argentina. Un segundo nudo se centró en los significados del trabajo y el modo en que los mismos estuvieron permeados por la construcción jerárquica y asimétrica de la diferencia sexual.[10] En las últimas décadas estudios como el de la historiadora Mirta Lobato volvieron a enfocar sobre la dimensión de la participación de las mujeres en los mundos del trabajo, se interrogaban acerca de sus ocupaciones, las condiciones de sus espacios de labor y las representaciones sociales en torno al trabajo femenino.[11]

En lo que se refiere al circuito de la costura en Buenos Aires, si bien no existen hasta el momento indagaciones específicas sobre el período que el presente artículo sondea,[12] el estudio de Marcela Nari para la década de 1890 reconstruye la presencia femenina dentro de este mundo laboral.[13] Asimismo, Nari rescata las formas que adoptó la organización del trabajo y la dimensión de género presente en las nociones de calificación, así como en las remuneraciones existentes.

Dos estudios de referencia sobre el gremio de artesanas de la costura en el siglo XVIII y XIX en otras latitudes son la investigación de Judith Coffin,[14] para el caso parisino, y la de Marla Miller,[15] que se centra en el valle de Connecticut en Estados Unidos. El abordaje de Coffin reconstruye los cambios habidos a lo largo del siglo XIX en torno a la organización del trabajo y el modo en el que la costura por piezas implicó una alteración en las nociones de calificación para trabajadores y trabajadoras de la aguja. A su vez, Miller describe en profundidad las características de la formación en el oficio para costureras, modistas y sastres a fines del siglo XVIII y comienzos del XIX. El presente estudio también recupera los aportes de la historiadora Marie François para el caso del México decimonónico, principalmente, su apuesta por entrecruzar en un mismo análisis el trabajo femenino productivo y reproductivo implicado en la labor de coser, al tiempo que toma también en consideración el rol de la vestimenta y su consumo como indicador de posición social y modelador de identidades públicas.[16]

En las páginas que siguen me interrogo acerca de un circuito de trabajo femenino, describiendo experiencias de mujeres que se ganaron la vida a través de su oficio de costura. Esta primera aproximación implicó explorar diferentes corpus documentales que permitieran reconstruir la agencia histórica de mujeres trabajadoras en la ciudad de Buenos Aires a mediados del siglo XIX. Entre dichos corpus se encuentra el diario de tirada local El Nacional. Aunque ha sido examinado desde la historia política para revisar la proliferación de publicaciones periódicas y ponderar a la prensa como palestra de debates facciosos en este período,[17] considero que esta fuente cuenta, además, con un gran potencial para la historia social en general y, en particular, para aquella historia que se ocupa de los mundos del trabajo femenino.[18] Tópicos tales como las ocupaciones laborales disponibles para mujeres, productos ofertados por ellas, arreglos de trabajo, remuneraciones y requisitos demandados pueden analizarse en sus avisos clasificados, los cuales ocupaban dos de sus cuatro páginas. A través de sus crónicas periodísticas también es posible aproximarse a los sentidos existentes sobre los trabajos de las mujeres, el consumo de vestimenta como marca de status, los roles de género esperables para hombres y mujeres y el impacto de la afluencia migrante. El Nacional brinda, además, la pista del nombre propio de modistas y costureras que ofertaron sus servicios. Sus nombres pudieron cotejarse con otros corpus tales como las cédulas censales del Censo de Población de Buenos Aires de 1855 y documentación producida por la naciente municipalidad de la ciudad (1854), en un intento de superar el carácter fragmentario de las fuentes históricas disponibles. Louise, Petrona, Amalia y otras trabajadoras de la aguja como ellas vivieron en una ciudad que atravesaba profundas mutaciones sociales, políticas y económicas. Hacia mediados de siglo XIX Buenos Aires contaba con una población de alrededor de 90 000 habitantes,[19] de los cuales aproximadamente 43 000 eran mujeres. Entre ellas, 30 000 fueron censadas como nativas, 7 000 europeas, 3 000 migrantes internas, 2 000 de países limítrofes y cerca de 1 000 como africanas.[20] Cabe destacar que el 80% de las mujeres trabajadoras de la ciudad se identificaron en el censo de 1855 como costureras o empleadas en el servicio doméstico.[21]

La mayor densidad poblacional -entre 300 y 500 habitantes por manzana- se encontraba en las calles próximas al centro de la ciudad que rodeaban la Plaza de la Victoria. Sobre la calle Perú estaban las principales casas comerciales y los vistosos negocios, entre los cuales se contaban tiendas de sastres y modistas franceses y españoles.[22] En sus cercanías se encontraban, además, la Universidad de Buenos Aires, la biblioteca pública, las academias de Medicina y Jurisprudencia y la Sala de Representantes.[23] Junto a la Plaza estaba la Recova Vieja, sede de uno de los mercados de la ciudad, y también en las inmediaciones la iglesia de San Ignacio y la de San Francisco.[24]

Migrantes europeos y habitantes afroporteños no solían radicarse en las mismas áreas. Los primeros se concentraron en la zona céntrica. Ingleses-irlandeses, alemanes, franceses y andaluces se asentaron en el noroeste próximo a la Plaza de la Victoria. Al oeste de dicha plaza, la parroquia de San Miguel contaba con una alta densidad de artesanos, en su mayoría franceses, entre los cuales encontramos también sastres y modistas. La zona del puerto, hacia el sudeste, tenía una notoria presencia italiana, principalmente oriundos de la región de Liguria, junto con importantes núcleos de vascos, gallegos y portugueses dedicados a actividades navales. Entre tanto, los africanos, y significativamente también los brasileros, se asentaron de modo preferente en el área circundante del oeste y del norte en las parroquias de Monserrat, La Piedad y Balvanera, zonas de suburbio y de transición hacia el ámbito rural.[25]

El presente artículo se organiza en tres apartados. En primer lugar, se listan las principales tiendas de modista insertas en el rubro que también comprendió a roperías y sastrerías de la ciudad. Hacia 1855 existían en Buenos Aires alrededor de 150 negocios incluidos en el rubro de confección y venta de indumentaria.[26] Describo el tipo de productos y servicios que ofrecían las tiendas de modista y el público femenino al que los mismos estaban destinados.

En un segundo apartado me centro en las diferentes trabajadoras demandadas por esas casas y las especificaciones de origen étnico, calificación y especialidad requeridas. Indago acerca del entrenamiento de aprendizas por parte de modistas europeas y sobre la organización del trabajo en el espacio del taller, a partir de fragmentos descriptivos aparecidos en la prensa. La documentación analizada también arroja luz sobre los vínculos entre las trabajadoras y sobre experiencias de ocio fuera del taller.

En un tercer apartado abordo el proceso bélico que enfrentó al estado de Buenos Aires y a las provincias de la Confederación Argentina. El foco aquí estará puesto no en el campo de batalla, sino en las mujeres que cosieron a destajo en sus lugares de morada; contratadas por sastres y empresarios, quienes concentraron la licitación de uniformes militares que demandaba el gobierno local para sus tropas.

 

 

[1] Ver Hernán Otero, Historia de los franceses en la Argentina (Buenos Aires: Editorial Biblos, 2012) 165-171. Para un análisis de las redes migratorias francesas de trabajadores en tiendas de indumentaria a fines del siglo XIX en México, ver Jenny Cristina Sánchez, «‘El ejército del buen gusto en marcha’. El mundo del trabajo en las tiendas por departamento de la ciudad de México, 1891-1915” (Comunicación presentada en el IV Taller de Historia Social, Género y Derechos, Instituto Interdisciplinario de Estudios de Género [IIEGE] / Universidad de Buenos Aires, 2017).

[2] El Nacional (Buenos Aires), 7 de marzo de 1855: 3 y El Nacional (Buenos Aires), 27 de marzo de 1855: 3.

[3] Datos de Louise Schemita, Georges Schemita y Amalia Dulesale incluidos en Cédula Censal 40 del Cuartel 11 – Parroquia Catedral al Sur. Archivo General de la Nación (AGN), Buenos Aires, Censo de Población de Buenos Aires, 1855.

[4] Nota del Hospital General de Mujeres, informando el fallecimiento y el listado de bienes de la paciente Petrona Lopes, 5 de febrero de 1859. Archivo Histórico de la Ciudad de Buenos Aires (AHCBA), Buenos Aires, Gobierno, caja 8.

[5] Ver Gladys Massé, “Inmigrantes y nativos en la ciudad de Buenos Aires al promediar el siglo XIX”, Población de Buenos Aires. Revista de la Dirección General de Estadística y Censos 3.4 (2006): 14.

[6] Ver Valeria Pita, “Nos termos de suas benfeitoras: encontros entre trabalhadoras e as senhoras da sociedade de beneficência, Buenos Aires, 1852-1870, Mundos do Trabalho 1.2 (2009): 41-65.

[7] Hilda Sábato y Luis A. Romero, “Artesanos, oficiales, operarios: trabajo calificado en Buenos Aires. 1854-1887”, Mundo urbano y cultura popular, comp. Diego Armus (Buenos Aires:  Editorial Sudamericana, 1990) 221.

[8] Ver Valeria Pita, La casa de las locas. Una historia social del Hospital de Mujeres Dementes. Buenos Aires 1852-1890 (Rosario: Prohistoria Ediciones, 2012).

[9] Ver, por ejemplo, Catalina Wainerman y Marysa Navarro, El trabajo de la mujer en la Argentina: un análisis preliminar de las ideas dominantes en las primeras décadas del siglo XX (Buenos Aires: Centro de Estudios de Población [CENEP], 1979); Fernando Rocchi, “Concentración de capital, concentración de mujeres. Industria y trabajo femenino en Buenos Aires, 1890-1930”, Historia de las Mujeres en Argentina. Siglo XX, dirs. Fernanda Gil Lozano y otras (Buenos Aires: Taurus, 2000)

[10] Ver, por ejemplo, Dora Barrancos, “Moral sexual, sexualidad y mujeres trabajadoras en el período de entreguerras”, Historia de la vida privada en la Argentina. La Argentina entre multitudes y soledades.  De los años treinta a la actualidad, t. 3, dirs. Fernando Devoto y Marta Madero (Buenos Aires: Taurus, 1999); Andrea Andújar, Rutas argentinas hasta el fin. Mujeres, política y piquetes, 1996-2001 (Buenos Aires: Ediciones Luxemburg, 2014); Débora D’Antonio, “Representaciones de género en la huelga de la construcción. Buenos Aires 1935-1936”, Historia de las mujeres en la Argentina, dirs. Fernanda Gil  Lozano y otras (Buenos Aires: Taurus, 2000); Cristiana Schettini, “Esclavitud en blanco y negro: elementos para una historia del trabajo sexual femenino en Buenos Aires y en Río de Janeiro a fines del siglo XIX, Entrepasados 29 (2006): 43-62.

[11] Ver en particular Mirta Lobato, Historia de las Trabajadoras en Argentina (1869-1960) (Buenos Aires: Edhasa, 2007).

[12] En un estudio ya clásico de la historiadora Donna Guy, la autora reconstruye los distintos circuitos de trabajo femenino en el territorio argentino a lo largo del siglo XIX. En lo que hace a Buenos Aires, ofrece un panorama general del trabajo de costura por piezas en un período posterior al aquí analizado (1870-1914). Ver Donna Guy, “Women, Peonage and Industrialization: Argentina, 1810-1914”, Latin American Research Review 16.3 (1981): 76-77.

[13] Marcela Nari, “El trabajo a domicilio y las obreras (1890-1918)”, Razón y Revolución 10 (2002): 39-48. Para una mirada sobre las características de la rama de la industria en la primera mitad del siglo XX, véase Silvana Pascucci, Costureras, monjas y anarquistas. Trabajo femenino, iglesia y lucha de clases en la industria del vestido (Buenos Aires, 1890-1940) (Buenos Aires: Ediciones RyR, 2007).

[14] Judith Coffin, The Politics of Women’s Work. The Paris Garment Trades, 1750-1915 (Princeton: Princeton University Press, 1996).

[15] Marla Miller, The Needle’s Eye. Women and Work in the Age of Revolution. (Massachussets: University of Massachussets Press, 2006); Marla Miller,“Gender, Artisanry, and Craft Tradition in Early New England: The View through the Eye of a Needle”, The William and Mary Quarterly 60.4 (2003): 743-776.

[16] Marie François, “Stitching Identities: Clothing Production and Consumption in Mexico City”, Consumer Culture in Latin America. Eds. John Sinclair y Anna Cristina Pertierra (Nueva York: Palgrave MacMillan, 2012).

[17] Ver, por ejemplo, Alberto Lettieri, «‘La república de la opinión’. Poder político y sociedad civil de Buenos Aires entre 1852 y 1861”, Revista de Indias 57.210 (1997): 475-510.

[18] Ver, por ejemplo, Fabio Wasserman, “Prensa, política y orden social en Buenos Aires durante la década de 1850”, Historia y Comunicación Social 20.1 (2015): 173-187.

[19] De acuerdo al análisis de Massé, el enso de Buenos Aires de 1855 habría arrojado un resultado no inferior a 92 709 personas. Estimaciones realizadas a partir del faltante de cédulas censales del Cuartel 2 en AGN. Massé, “Inmigrantes y nativos…” 13.

[20] Gladys Massé, “Participación Económica Femenina en el Mercado de Trabajo Urbano al promediar el Siglo XIX”, La Aljaba, segunda época 1 (1996): 82-84.

[21] Hilda Sábato y Luis A. Romero, Los trabajadores de Buenos Aires. La experiencia del mercado: 1850-1880. (Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1992) 100.

[22] Xavier Marmier, Buenos Aires y Montevideo en 1850 (Buenos Aires: El Ateneo, 1948) 25-28.

[23] Pita, La casa de las locas 72.

[24] Raquel Prestigiacomo y Fabián Uccello, La pequeña aldea. Vida cotidiana en Buenos Aires 1800-1860. (Buenos Aires: Eudeba, 2001) 64.

[25] Gladys Massé, “Reinterpretación del fenómeno migratorio hacia la ciudad de Buenos Aires a mediados del siglo XIX” (Tesis de magíster en Demografía Social, versión resumida, Universidad de Luján, 1992) 58-59.

[26]Registro Estadístico del Estado de Buenos Aires correspondiente al semestre 1° de 1855 (Buenos Aires: Imprenta Porteña, 1855) 56. https://babel.hathitrust.org/cgi/pt?id=uc1.l0068812031;view=1up;seq=66 [FALTA FECHA DE CONSULTA]

2. Tiendas de modista entre las sastrerías porteñas

En el fragmento del plano de la ciudad de Buenos Aires que figura arriba se observan un buen número de las tiendas de modistas y sastrerías que ofertaron sus servicios en el período, las cuales se ubicaron de manera preferencial en las parroquias de Catedral al Norte, Catedral al Sur y San Miguel en las inmediaciones del casco urbano, centro comercial y político de la ciudad.[1] Entre esos estáticos puntos de color existieron contactos: hombres y mujeres que se desplazaron de uno a otro para comprar sus ropas y también trabajadores que se desempeñaron en más de una tienda.[2] En cada sitio tuvieron lugar relaciones laborales estructuradas de manera jerárquica, así como vínculos coactivos, de afecto, de aprendizaje y entrenamiento.

 

2.1. Servicios ofrecidos, consumos femeninos: las mujeres y sus ropas en la ciudad

Afirmar que en estos espacios se confeccionaba y se vendía ropa no basta para dar cuenta del conjunto de bienes y servicios que proporcionaban dichas tiendas a los habitantes de la ciudad. Por supuesto, acceder a un traje hecho a medida era una posibilidad reservada para un sector de mayor poder adquisitivo. La casa de modistas localizada en la calle Rivadavia 229 anunciaba el corte y confección de toda clase de trajes de señoras y niñas y garantizaba que los mismos serían “a la última moda”, ya que contaba en la tienda con figurines y patrones publicados en revistas de moda europea importadas.[3] Dichas revistas podían adquirirse en librerías y mercerías.[4] A su vez, aparecían habitualmente en El Nacional columnas enteras dedicadas a describir los géneros y modelos de vestidos a la usanza francesa, a veces incluso traducciones de comentaristas desde los lujosos salones de la aristocracia parisina de la época.[5]

Tanto en esas tiendas como en aquellas que se dedicaban de manera específica a la venta de artículos de moda arribaban a diario paquetes desde Francia,[6] que ponían a disposición de las damas gorras y sombreros, corsés, cintas y adornos para el cabello, guantes, abanicos, pañuelos, entre otros artículos.[7]

Además de las esperadas variaciones de indumentaria acorde a los cambios de estación invierno a verano y a las nuevas tendencias de la moda, muchas tiendas de modista y de sastrería al aproximarse las fechas de Carnaval ofertaban también “trajes de máscaras” para comprar o alquilar. La modista francesa Mme Perret-Collard se anticipaba a los carnavales de febrero de 1857 cuando comunicaba en enero a sus clientas que se encontraba confeccionando trajes especiales “para el principio de la estación de los bailes de máscaras, tan de moda en toda la mejor sociedad de Paris, y que permiten tanta elegancia y fantasía”.[8]

Existieron tiendas que ampliaron su oferta para cubrir la demanda de otras mujeres, además de aquellas que podían costearse un traje a medida: baratillos y depósitos de ropa hecha, donde podía conseguirse vestimenta de géneros baratos, no confeccionada a medida sino lista para ser usada. Una modista española avisaba en un anuncio clasificado que en su local “se hacen miriñaques de ballena, de junco y de alambre de todos los tamaños”.[9] El miriñaque, ese complemento del vestido que lograba mantener “acampanado” el ruedo, podía ser adquirido por mujeres de menores recursos, pues era elaborado con materiales más accesibles. En 1857 madama Emilia, modista francesa, avisaba “que dejó la costura y que solo corta y prepara vestidos”.[10] Tal vez fuera una alternativa para aquellas mujeres que no contaran con el dinero para costear un traje hecho a medida y que podían adquirir las distintas piezas y luego proceder a coserlas en sus casas hasta darles la terminación deseada.

 

  1. El trabajo de la aguja: costureras, modistas y aprendizas dentro y fuera del taller

Los servicios de costura ofrecidos implicaron la realización de diferentes tipos de trabajos. Relaciones jerárquicas, arreglos laborales no siempre remunerados en dinero y contrataciones estacionales de mano de obra con diferentes habilidades de costura configuraron para hombres, mujeres, niños y niñas la posibilidad de sobrevivir en Buenos Aires a través del oficio de la aguja.

 

3.1. Aprendizas

El año de 1856 fue de intensa ocupación para la modista francesa Madame Perret-Collard. El año anterior, la mujer parisina de 35 años llegó al país y se instaló con otros compatriotas en el centro urbano.[11] Había decidido abandonar su próspero trabajo en la tienda parisina Maison Popelin-Carré para aventurarse a abrir su propia casa de modista en Buenos Aires.[12] Su nueva tienda, en los altos de la calle Perú 50 sobre la sastrería española de Eladio Sanglás, pronto se mudó algunas cuadras hacia el sur.[13] La modista no cesó de auspiciar sus servicios en el diario y, además, demandó de manera insistente por costureras que trabajaran para ella, así como “niñas para aprender”.[14] Mientras tanto, existían avisos que publicaban oferta para dicha demanda: en la calle Federación 225, frente a la Botica del Indio, se deseaba “colocar una niña de edad de 12 años para aprendiz en una casa de modista”.[15]

Es entonces cuando mujeres europeas formadas en el oficio se dieron a la tarea de entrenar niñas y jóvenes, locales y extranjeras, y por ello auspiciaron específicamente el pedido de aprendizas: “… Se precisa una niña para enseñarla a coser”,[16] o “una niña que entienda un poco el oficio de modista”,[17] son algunos de los avisos similares a los publicados insistentemente por Mme. Perret-Collard. La mención a “entender un poco el oficio” hacía referencia a las habilidades de costura que algunas niñas aprendían en sus casas junto a sus madres o hermanas mayores, es decir, aquellas nociones básicas que les permitían zurcir y remendar la ropa de su familia. Asimismo, estas competencias también pudieron haberse aprendido en las distintas escuelas públicas para niñas pobres, administradas por las mujeres de la Sociedad de Beneficencia.[18] Hacia 1858 esa agencia tenía a su cargo 14 escuelas públicas para niñas en la ciudad y 42 en la provincia de Buenos Aires, además de la Casa de Expósitos, el Hospital General de Mujeres, el Hospital para Mujeres Dementes y un asilo de huérfanas.[19]

El oficio de modista -como el de sastre- implicaba manejar habilidades que difícilmente podían ser aprendidas en su totalidad en el marco de las escuelas para niñas. La capacidad de tomar medidas, elaborar un molde, es decir, trasladar a un plano de dos dimensiones los diferentes volúmenes que componían un traje, cortar de manera apropiada los géneros para aprovecharlos en su totalidad, dominar los diferentes puntos y realizar costuras prolijas, incluso perfeccionar el arte del bordado para las terminaciones de obras finas, eran todos conocimientos que solo con un entrenamiento artesanal podían llegar a conocerse.[20]

En términos de nociones ejercitadas en el proceso de aprendizaje, probablemente, se daría un primer momento para solo hacer mandados, calentar la plancha, mantener la mesa de corte y la tienda limpia y ordenada, clasificar y organizar hilos, botones, materiales, dejar las herramientas en condiciones y cepillar y entregar las prendas terminadas. Luego aprenderían tareas más sofisticadas como medir clientas, anotar dichas medidas en bocetos que determinarían las formas y tamaños de las piezas de la prenda; entre tanto, se practicaban distintos tipos de puntos y costuras, desde el hilván hasta los ojales. Solo al terminar el aprendizaje, y no en todos los casos, las aprendizas ganarían acceso al arte de cortar géneros para la elaboración de prendas, lo cual constituía el corazón del oficio de modista y de sastre.[21]

El ingreso a un taller de modista les proveía a niñas y jóvenes la posibilidad de adquirir un oficio y la cobertura de sus gastos de manutención como forma de pagar sus horas de trabajo no profesional.[22] Si bien no estaban explicitados los requisitos formales para el ingreso, algunos avisos confirmaban un sesgo étnico racial. Aunque existían modistas que formaron jóvenes locales, como la citada Louise Schemita, en 1855 un pedido de aprendiza remarcaba que era preferido que la candidata fuera extranjera.[23]

 

3.2. Especialidades demandadas y remuneraciones para las trabajadoras de la aguja

Más allá de la existencia de la institución de aprendizaje dentro de muchas sastrerías y tiendas de modista, la demanda de trabajadoras ya formadas era también una constante. Además del conocimiento del oficio, bajo la categoría “costureras” es posible rastrear en los avisos publicados en la prensa las diferentes habilidades puntuales y las competencias específicas desarrolladas por estas mujeres. Algunas de las especialidades que fueron pedidas en dichos avisos fueron: costureras “de pantalón y chaleco”,[24] “para sacos de lustrina”,[25] de “obra fina”,[26] “bordadoras”,[27] “costureras para ropa de hombre”,[28] “para pantalones de militar”,[29] “para ropa del Estado”.[30] En los dos últimos términos se englobaban las licitaciones de indumentaria que el gobierno de Buenos Aires abría para abastecer de uniformes al cuerpo de policía, vigilantes, serenos y también el pedido de uniformes militares para los diferentes cuerpos del Ejército.

¿Cuánto y cómo se remuneraban estas tareas? Mientras una modista o una costurera obtenía por día de trabajo entre 15 y 25 pesos, un sastre por la misma tarea era remunerado con un promedio de 24 a 40 pesos.[31] Por un lado, pese a las distintas habilidades existentes entre modista y costurera, tal vez por el hecho de ser ambas mujeres, se llegaba a homogeneizar su calificación atribuyendo las competencias de estas trabajadoras a una “natural” inclinación femenina por las labores. Por otro lado, la similar capacidad de sastres y modistas para dominar el conjunto de las tareas que implicaban el cálculo de medidas, corte y confección de un traje completo resultaba, por las mismas razones, en una desigual valoración de calificaciones que daba mayor reconocimiento a la habilidad masculina de costura.

En un aviso ya citado de la modista Perret-Collard,[32] se mencionaba que un vestido liso costaba $35, uno de baile o uno de volados $60 y un traje $80. Con estos valores en mente, y al recordar que un jornal de modista se remuneraba entre $24 y $40, puede entenderse bajo otra luz la avidez de esta mujer por tomar bajo su cargo un gran número de aprendizas. El entrenamiento en el oficio para esas niñas y jóvenes mujeres, que supuso, en primera instancia, familiarizarse con distintos tipos de puntos y puntadas, tal vez fuera desarrollado en la costura de piezas. Se explicaría así -por esta descomposición de las tareas a realizar y por la división del trabajo dentro del taller- el costo al que pudo ofertar la modista los diferentes vestidos auspiciados sin perder ganancia.

 

3.3. Un día de trabajo (y algo más) en el taller

¿Cómo se organizaba la producción en el trabajo de la aguja desarrollado en el taller? ¿En qué consistía el cotidiano de estas trabajadoras? En agosto de 1856 aparecían publicadas las impresiones de un periodista luego de haber acompañado a una amiga a la tienda de una afamada modista de la ciudad. Escribía al respecto el cronista que: “En su taller hay multitud de oficialas colocadas alrededor de una gran mesa, sobre la cual colocan sus trabajos de coser y su labor. Entre aquellas muchachas, las hay de todas nacionalidades, las hay feas, las hay bonitas. Es un conjunto de Evas que hacen pecar Dios sabe a cuántos pecadores…”.[33]

En este taller una modista coordinaba el trabajo de un conjunto de mujeres. Se aludía a ellas como “oficialas” con lo cual se daba cuenta de que eran costureras ya entrenadas en el oficio. La mención a las múltiples nacionalidades conecta con un momento de apertura inmigratoria y de mujeres con oficio que arribaban al país a trabajar. Por su parte, el comentario sobre su belleza y supuesta propensión al pecado volvía a anudar sentidos morales sexuados en el examen del trabajo femenino.[34]

La actividad laboral que realizaban tenía lugar sobre una gran mesa de labor colectiva, lo cual permite afirmar que pese a que hay registro de un temprano ingreso de máquinas de coser en el año 1854[35] aún no estaba difundida su presencia en talleres de confección de indumentaria de cierto renombre.[36] Tal vez cada una de ellas trabajaría sobre una prenda individual o, de operarse una división del proceso de trabajo, la gran mesa de labor cumpliría la función de facilitar la proximidad de cada una de ellas, y luego de coser una pieza la compañera contigua proseguiría con la costura de otra pieza de la misma prenda.

El diálogo que el cronista reprodujo entre las costureras aporta otras pistas para reconstruir los contornos de este cotidiano laboral:

 

-Me da las tijeras?

-¡Qué incómoda es esta postura para coser!

-Abra Ud. esa jareta.

-¡Ay! y ¿cuándo llegará el domingo?

-Meta Vd. una cuchilla á esa manga.

-Estuvo Vd. el otro día en el baile…..

-Me saltó el botón.

-¿Viste á Mercedes qué saltos daba?

-Esta pollera está muy ajada.

-¿Quién tiene la seda negra?

-¿Quién me ayuda a desenredar esta madeja?

-¿Y Vd. es también de las que van á la cancha?

-¿A quién se le ha perdido un ovillo?

-¡Un poco de silencio!

-Ya te ví el domingo muy del brazo con D. Pepito.

-Pues y ¿vos con Mr. Panchon?

-Ya le han puesto otra pierna al teatro de Colón.

-El hilo blanco.

-¿Acabarán Vdes. de callarse, señoras?

Nos prometimos hacer alguna otra visita al consabido taller.

 

En primer lugar, las herramientas eran compartidas por las trabajadoras. Las horas dedicadas a la labor en el taller resultaban cansadoras y las mujeres no se privaban de expresarlo. A su vez, en el comentario sobre lo ajada de la pollera se evidenciaba que tal vez en este mismo establecimiento se hicieran también composturas de ropa usada.

En segundo lugar, y entreverado con lo cotidiano del trabajo, aparecían alusiones a un ocio compartido, a salidas de estas jóvenes con otros hombres y mujeres. Bailes, canchas, paseos por la ciudad en donde se constataban los cambios en las construcciones porteñas -la «otra pierna» del Teatro Colón, en alusión a sus recientes refacciones-, citas de domingo. Así, este fragmento también invita a indagar en las actividades de ocio de trabajadores y trabajadoras de la ciudad. El muelle, aquel espacio obligado de entrada para nuevos migrantes en la ciudad, era también un lugar de paseo popular al aire libre.[37] Publicaba el diario que

 

Allí acude la jente estranjera pobre, y algunas ricas y podemos creernos transportados á otro pais cuando vé uno pasar delante de sí tantos tipos distintos y muchas bellas muchachas mostrando sus trajes y en sus maneras el pais distinto a q’ pertenecen, pues que una francesa, en su coquetería y elegancia se distingue pronto de una gallega ó de una inglesa que se cuida poco del modo de llevar su traje y su deshabille. [38]

 

Las ansiedades de los cronistas frente a la presencia de mujeres extranjeras en la ciudad se hacían presentes, y una manera de expresarlas se manifestaba en el examen atento del modo de llevar su vestimenta.

La cancha a la que una de las oficialas hacía mención tal vez fuera la cancha vieja de pelota donde regularmente la comunidad vasca se daba encuentro y cuya reunión suscitaba quejas por el desorden que ocasionaba: “en gran francachela, todos entregados a Baco y al baile ante el público, animados por la música de un mal templado y desconcertado violín”.[39]

 

 

  1. Mujeres que cosen a destajo

En el bienio 1859-1861 proliferó el trabajo de la aguja a destajo, absorbido por mano de obra femenina que realizaba la actividad en sus propios espacios de morada. El siguiente extracto arroja algunas pistas para indagar en las características de contratación y remuneración de esa actividad. En agosto de 1861, un mes antes de la batalla de Pavón, era publicado en el diario un diálogo entre un maestro sastre gallego y diversas trabajadoras de la aguja que acudían a última hora del día a entregar la costura realizada y a recibir la paga correspondiente. El mismo adoptaba la forma de una breve pieza teatral, recurso también corriente en periódicos satíricos.

 

Costurera: ¿Cuando mando á mi hijo por la costura?

Maestro: Puede venir su higo mañana, que ya tendrá arrejlada la costura.

Varias costureras: ¡Maestro!… maestro… despachenos […] Páguenos esta noche, que mañana no podemos venir.

Maestro: ¡Demonio de mugueres, siempre están con el paja en la boca! Esta noche no se puede pajar mas, que es tarde.

Una costurera: Maestro, aunque no sea mas que á mi, págueme esta noche, que vivo muy lejos.

Maestro: Si vive legos, viva mas cerca. Ea! Afuera, esta noche no se pueden hacer mas. Duminjo apaja el jas, que es muy tarde.[40]

 

Diferentes elementos aparecían: un cierto matiz cómico en la referencia a la pronunciación de “ges” y “jotas” por parte del inmigrante español, ejemplo de artesanos europeos que en este período abrieron sus tiendas en Buenos Aires; también se hacía alusión al alumbrado a gas, extendido por la ciudad desde 1856. En lo referente a contratación y remuneración se observan distintas mujeres, algunas de las cuales además eran madres y contaban con la ayuda de sus hijos para la búsqueda del trabajo por pieza a desarrollar en sus casas. El hecho de que una de ellas haya comentado la gran distancia que la separaba de la sastrería invita a repensar el plano inicial al que hice referencia y las conexiones entre las sastrerías, roperías y tiendas de modista situadas en el centro de la ciudad y aquellas trabajadoras que acudían por costuras. Del mismo modo que la costurera Petrona Lopes, que vivía a orillas del arroyo Maldonado, muchas mujeres se desplazaron regularmente desde sus casas hasta la zona céntrica en busca de piezas que coser y pagas por las mismas. En otra crónica de octubre de 1861 se describía una escena similar en la tienda del empresario Ángel Martínez. “Guerra a todo el mundo para que a las pobres no nos falten costuras”, dice el cronista que profirió una mujer de entre las tantas que luego se llevaban a su hogar la labor a trabajar.[41]

A diferencia de avisos previos de oferta y demanda de trabajadoras de la aguja, comenzaban a aparecer pedidos en los que se traslucía un cambio en las formas de ponderar las calificaciones necesarias: “A las señoras costureras. Pueden ocurrir por costuras, las costureras de la ropería calle San Martín núm. 28 y las que no lo sean con recomendación de su buen desempeño”.[42] Si hasta el momento “costurera” era quien había sido formada en el oficio, ahora la calificación requerida podría certificarse sin más por patrones previos que las hubieran contratado para coser a destajo.

Costureras como Petrona, como aquellas que a última hora se presentaban en la tienda del sastre gallego, desarrollaron el oficio de otro modo y en otro espacio. Esta forma del trabajo de la aguja creció al calor del conflicto bélico. El nivel de hostilidad entre el estado autónomo de Buenos Aires y la Confederación Argentina se hizo explícito en la batalla de Cepeda, en octubre de 1859, y luego en la de Pavón, en septiembre de 1861. Estos cambios tendrían un impacto también en el trabajo de la aguja. Además de campañas masivas de leva militar, que comprometieron a muchos trabajadores de la ciudad, el gobierno demandó uniformes para un ejército que contaba con 9000 hombres en 1859 y 17 000 en 1861.[43] Esto implicó la existencia de indumentaria estandarizada, no hecha a medida, y con ella la posibilidad de descomponer las diferentes tareas comprendidas en la elaboración de las prendas y de descentrar el trabajo de costura del taller hacia otros espacios.[44] En estos tiempos era habitual la publicación de las convocatorias que abría el gobierno local para la confección de uniformes y, además, se informaban los nombres de los sujetos elegidos para el abastecimiento en publicaciones donde figuraban las ternas de candidatos.[45] Los uniformes se componían de blusa, pantalón, corbatín y kepí.[46] El material de confección era por lo general el paño -un género más grueso para los meses fríos, que implicaría mayor dificultad en la costura-, y de brin para los tiempos cálidos.[47] Si bien los altos rangos militares encargaban la confección de sus uniformes a sastres particulares, o los importaban del exterior,[48] los soldados rasos habrían vestido uniformes de confección local. Los géneros eran cortados por maestros sastres o cortadores y luego entregados a costureras que se encargarían de la costura general de las piezas.

El trabajo de costura a destajo realizado por estas mujeres se superponía y convivía con sus tareas en tanto que madres. En un momento de incremento de la leva de hombres más de una mujer se encontró a cargo de la familia. La prensa permite aproximarnos a los sentidos que operaron en el período, ligados a lo que se esperaba de una madre trabajadora. En 1855 se sancionó una ley de patentes que tenía como objetivo gravar la producción local de artesanías. Desde El Nacional se planteaba que

 

Hay señoras que careciendo de medios de subsistencia, se ven precisadas después de terminados sus negocios domésticos á dedicarse incesantemente en coser artículos que llaman de afuera […] se han impuesto patentes y multas clasificándolas indebidamente de costureras ó modistas de puertas adentro. Esto es estraordinario; esto es inhumano; afligir á una virtuosa madre de familia entregándola a la desesperación…[49]

 

Para el cronista del diario había una distancia entre la “virtuosa madre de familia” y la costurera o modista del taller. Llevar a cabo esas labores no le confería identidad de costurera. Era su rol maternal el que debía primar y la costura se entendía como un trabajo complementario que ayudaba a subsistir. Cinco años más tarde, en diciembre de 1860, se publicaba una carta de lectores, firmada por “un testigo ocular”. En ella, el ciudadano comentaba su horror por haber presenciado cómo un carrero atropellaba con uno de sus bueyes a una “inocente criatura”. Continuaba diciendo que “Hay ciertas madres en estos barrios, que para verse libres de las molestias de los chicos, les dan un pedazo de pan y los echan a la calle, viéndose por consiguiente obstruida la vía pública por más de cincuenta muchachos, desde la edad de dos años hasta la de diez…”.[50]

En este segundo fragmento la mirada del cronista apuntaba a censurar lo que entendía que era una falta de compromiso con la maternidad por parte de las mujeres de ciertos barrios. A su juicio, la culpa no era del carrero, sino de esas madres que debían ocuparse de la crianza en lugar de destinar el tiempo a otras actividades. La posibilidad de superponer trabajos productivos y reproductivos debía de ser costosa y tal vez más de una mujer en momentos de necesidad desplegó tales estrategias para librarse momentáneamente de la carga de la crianza. Para otras, arañar la supervivencia implicó demandar por derechos y disputar sentidos de honor para lo cual se presentaban como pobres y costureras. En el año 1861 la costurera Isabel Lugones decidió acercarse hasta la iglesia de su parroquia para solicitar al cura rector Juan Páez que dejara constancia en papel que ella era “pobre sin recursos” y que solamente contaba con sus obras de manos para ganarse la vida. De esta manera, Isabel intentaba que la municipalidad de la ciudad de Buenos Aires la eximiera del pago del impuesto obligatorio por el alumbrado a gas y por el servicio del cuerpo de serenos. Entre tanto, lo mismo trataba la viuda Petrona Lagarza, quien escribía que tanto ella como su hija “trabajan en costuras, lo cual no les alcanza para vestirse, son virtuosas, muy contraídas a su trabajo y por lo espuesto son muy acreedoras a ser exceptuadas del pago de sereno y alumbrado”.[51] Contraerse al trabajo y desempeñarse como costureras eran para ella y para su hija una manera de identificarse como mujeres virtuosas y de demandar al gobierno una exención que aligerara el peso de sostener a sus familias.

 

 

Conclusión

En la Buenos Aires de mediados de siglo XIX existieron hombres, mujeres, niños y niñas de diferente origen étnico nacional ocupados en los cerca de 170 negocios de venta de indumentaria. Entre estos, hubo tiendas específicamente destinadas al consumo femenino con la posibilidad de ofrecer ofertas diferentes según el poder adquisitivo de las mujeres de la ciudad. El acceso a un vestido hecho a medida con géneros importados se restringía a un grupo específico y solo unas pocas mujeres podían, además, darse el lujo de adquirir su vestuario confeccionado enteramente en Europa. Por su parte, la oferta de algunas modistas también se diversificó y puso a disposición de su clientela la producción de disfraces para los bailes de máscaras y fiestas de la época de Carnaval. En sus tiendas también podían adquirirse accesorios importados como guantes, gorros, encajes y miriñaques de diversa calidad y precio. Otras mujeres, trabajadoras, pobres, adquirían sus prendas en depósitos de ropa hecha o baratillos, igual que sus compañeros varones.

Entre 1852 y 1862 los espacios de trabajo de costura para mujeres en la ciudad presentaron diferentes dinámicas. En los talleres, modistas extranjeras como Madame Perret-Collard se dieron a la tarea de formar aprendizas, las cuales en el marco de su entrenamiento pudieron haber aportado a la producción de vestimenta que las maestras ofrecían en sus tiendas. Además de niñas, en esos espacios trabajaron otras costureras con diversas especialidades, quienes entablaron vínculos entre ellas que excedían el marco del taller artesanal. En paralelo iría creciendo el trabajo de costura a destajo, conforme avanzaba la demanda de ropa estandarizada requerida para abastecer a los cuerpos del ejército. Esta modalidad laboral supuso una específica división del trabajo y un descentramiento de las actividades fuera del marco del taller, ya que implicaba el desempeño de una tarea segmentada de costura en el espacio de morada de mujeres que acompañaban el trabajo con sus actividades domésticas. La proliferación de este tipo de ocupación fue vista por los hombres de la prensa como una manera digna de aportar al sustento de la economía familiar. Se ponderaba que permitiera a las mujeres no abandonar sus deberes de madre, a la par que las alejaba de otros trabajos que podían implicar una mayor circulación por las calles de la ciudad. No obstante las tensiones que pudieran despertar la superposición de trabajos, en el contexto de esa Buenos Aires en expansión, estas trabajadoras se presentaron ante el nuevo gobierno identificándose a sí mismas como costureras y madres para demandar lo que consideraron que les correspondía.

 

 

Fuentes

 

Manuscritas

Archivo General de la Nación, Buenos Aires (AGN)

Sociedad de Beneficencia. Educación. Escuelas de Ciudad, 1825-1884

Censo de Población de Buenos Aires, 1855

Archivo Histórico de la Ciudad de Buenos Aires, Buenos Aires (AHCBA)

GobiernoArchivo del General Mitre, Buenos Aires. Tomo 16, Campañas de Cepeda y Pavón.

 

Impresos

Le Moniteur de la Mode. Journal du Grand Monde. Modes, littérature, beaux-arts, theaters. París: Adolphe Goubaud et C18, 1854.

https://www.mediafire.com/file/4wdcj4462izwmkk/Le_Moniteur_de_la_mode.pdf [FALTA LA FECHA DE CONSULTA].

Manual para las escuelas elementales de niñas o resúmen de la enseñanza mutua, aplicada a la lectura, escritura, cálculo y costura. Buenos Aires: Imprenta de los Niños Expósitos, 1823.

Registro Estadístico del Estado de Buenos Aires correspondiente al semestre 1° de 1855 (Buenos Aires: Imprenta Porteña, 1855).

https://babel.hathitrust.org/cgi/pt?id=uc1.l0068812031;view=1up;seq=66 [FALTA FECHA DE CONSULTA]

 

 

Periódicos

El Nacional (Buenos Aires), 1854-1861

 

 

 

 

 

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Anexo

[1] Elaboración propia sobre plano de la ciudad de Buenos Aires con divisiones parroquiales de 1859 del AGN, a partir de información extraída del Censo de Población de 1855 y de avisos clasificados del diario El Nacional 1854-1861. Ver en Anexo plano completo.

[2] Ver por ejemplo “Honoré cortador antes de la casa del Sr. Saavedra (…) avisa a sus marchantes que se ha trasladado a la sastrería (…) del Sr. Palacios”, El Nacional (Buenos Aires), 10 de marzo de 1855: 3.

[3] El Nacional (Buenos Aires), 5 de septiembre de 1857: 3.

[4]  “Boletín de modas. Con figurines de trajes, patrones y dibujos para bordar. Grabados e iluminados en París”, El Nacional (Buenos Aires), 17 de septiembre de 1856: 1.

[5] En la portada era publicada la columna a veces con el título “Modas de París”, “Revista de Modas, Salones y Teatros” o simplemente “La Moda”. Ver, por ejemplo, El Nacional (Buenos Aires), 2 de junio de 1858: 1 o El Nacional (Buenos Aires), 3 de julio de 1858: 1.

[6] Algunos locales que vendían productos importados dejaban asentado en los avisos el nombre del barco a vapor que traía el correspondiente paquete. Véase por ejemplo el aviso de Sastrería del Profeta: “Hemos recibido de París por el paquete Saintonge un gran y variado surtido de ropa hecha”, El Nacional (Buenos Aires), 17 de mayo de 1861: 3, o el del Depósito de Ropa Hecha: “Se acaba de recibir por el paquete Racine un brillante surtido de ropa hecha para hombres y niños”, El Nacional (Buenos Aires), 7 de mayo de 1858: 3.

[7] Aviso publicado por Madame Victorina Jammes en El Nacional (Buenos Aires), 23 de junio de 1860: 3. También en El Nacional (Buenos Aires), 15 de marzo de 1856: 3; El Nacional (Buenos Aires), 19 de septiembre de 1859: 3; El Nacional (Buenos Aires), 13 de marzo de 1860: 3 , y El Nacional (Buenos Aires), 23 de junio de 1860: 3.

[8] El Nacional, 12 de enero de 1857: 3. El gobierno liberal levantó la prohibición del festejo de Carnaval impuesta por Juan Manuel de Rosas, pero introdujo una nueva moda venida de Europa: bailes organizados en salones de clubes privados con acceso restringido. Ver Pilar González Bernaldo de Quirós, “Vida privada y vínculos comunitarios: formas de sociabilidad popular en Buenos Aires, primera mitad del siglo XIX”, Historia de la vida privada en Argentina, t.1, dirs. Fernando Devoto y Marta Madero (Buenos Aires: Taurus, 1999) 152-153.

[9] El Nacional (Buenos Aires), 16 de septiembre de 1858: 3.

[10] El Nacional (Buenos Aires), 25 de abril de 1857: 3.

[11] Cédula Censal 184, Cuartel 12, Parroquia de San Miguel. AGN, Censo de Población de Buenos Aires, 1855. De acuerdo al censo, vivían con la modista una francesa de nombre Josefina que había llegado también hacía tres meses a la ciudad y dos franceses más arribados hacía dos meses, él un “profesional del electromagnetismo” y ella sin ocupación.

[12] Le Moniteur de la Mode. Journal du Grand Monde. Modes, littérature, beaux-arts, théatres (París: Adolphe Goubaud et C18, 1854). https://www.mediafire.com/file/4wdcj4462izwmkk/Le_Moniteur_de_la_mode.pdf [FALTA LA FECHA DE CONSULTA]. Ver portada del número 2 del año 1854, se menciona a la tienda donde se desempeñaba en Paris Madame Perret-Collard y sus nuevas creaciones.

[13] Aviso de la modista notificando la mudanza a sus clientas, El Nacional (Buenos Aires), 20 de octubre de 1856: 3.

[14] Ver avisos publicados por la modista en El Nacional (Buenos Aires), 27 de marzo de 1856: 3; El Nacional (Buenos Aires), 27 de abril de 1856: 3; El Nacional (Buenos Aires), 12 de mayo de 1856: 3; El Nacional (Buenos Aires), 4 de noviembre de 1856: 3, y El Nacional (Buenos Aires), 26 de noviembre de 1856: 3.

[15] El Nacional (Buenos Aires), 5 de diciembre de 1855: 3.

[16] El Nacional (Buenos Aires), 5 de octubre de 1859: 3.

[17] El Nacional (Buenos Aires), 10 de abril de 1856: 3.

[18] En el año 1823 se tradujo del francés y se incorporó a la enseñanza para niñas en las escuelas administradas por la Sociedad el Manual para las escuelas elementales de niñas o resumen de la enseñanza mutua, aplicada a la lectura, escritura, cálculo y costura. Entre las habilidades con la aguja comprendidas en la formación se listaba la elaboración de dobladillos, pliegues para puños o mangas, cinco diferentes puntos, nociones de zurcido, confección de ojales y pegado de botones. Durante la década de 1850 se agregó dentro de las competencias a aprender el bordado. No se incluían en el currículo nociones de moldería ni de corte. 1823. Biblioteca Nacional, Tesoro. Colección Libros. Imprenta de los Expósitos, año 1823. Ver también  “Registro sobre Escuela de Niñas de la Parroquia de Balvanera”, 30 de mayo de 1859. AGN, Sociedad de Beneficencia. Educación. Escuelas de Ciudad,  1825-1884, legajo 260.

[19] Pita, “Nos termos…” 42.

[20] Ver el caso de la costurera Milagros de Soria a fines de siglo XIX en Buenos Aires analizado por Marcela Nari: «Finalmente, debió pedir prestado dinero a su hermano para poder aprender el oficio en un taller de confección. Es decir, entre la costura ‘casera’ para la familia y la costura para el mercado existía un salto importante de calificación no reconocido». Nari, “El trabajo a domicilio…” 8.

[21] Miller, “Gender, Artisanry…” 759.

[22] Si bien existieron arreglos verbales para cerrar el acuerdo, en esta época los contratos de aprendizaje solían registrarse en la jefatura de policía. Allí se estipulaba la duración del contrato y los compromisos que contraía el patrón o patrona y era firmado por este y el padre o madre del aprendiz en cuestión. Sábato y Romero, Los trabajadores 178.

[23] El Nacional (Buenos Aires), 22 de septiembre de 1855: 3. Al respecto, un estudio de más largo aliento que tome en cuenta la información existente en el Censo Nacional de Población de 1869 permitirá establecer las cantidades de modistas formadas en el país y en el extranjero.

[24] El Nacional (Buenos Aires), 09 de abril de 1860: 3.

[25] El Nacional (Buenos Aires), 19 de julio de 1860: 3.

[26] El Nacional (Buenos Aires), 10 de diciembre de 1859: 3.

[27] El Nacional (Buenos Aires), 4 de julio de 1855: 3.

[28] El Nacional (Buenos Aires), 15 de abril de 1856: 3.

[29] El Nacional (Buenos Aires), 18 de julio de 1861: 3.

[30] El Nacional (Buenos Aires), 29 de septiembre de 1857: 3.

[31] Listado de jornales publicado en El Nacional (Buenos Aires), 01 de agosto de 1855: 1.

[32] El Nacional (Buenos Aires), 12 de enero de 1857: 3.

[33] El Nacional (Bogotá), 2 de agosto de 1856: 2.

[34] Existe bibliografía sobre las ansiedades sociales que despertó la proliferación de mujeres en el mundo del trabajo en las primeras décadas del siglo XX en Buenos Aires. Ver, por ejemplo, Diego Armus, “El viaje al Centro. ‘Tísicas, Costureritas y Milonguitas en Buenos Aires, 1910-1940’”, Salud Colectiva 1.1 (2005): 79-96.

[35] La Revista del Plata, abril 1854, citado en Sábato y Romero, Los trabajadores 204.

[36] Para el caso francés señala Coffin que las máquinas de 1850 y 1860 rompían las telas de calidad así que dentro de los talleres de las casas de alta costura casi todas las producciones eran cosidas a mano. Coffin 62.

[37] Ver en el plano anexo en “Observaciones” referenciado con la letra “A” el Muelle de Desembarco y el Paseo de Julio contiguo al mismo.

[38]  El Nacional (Buenos Aires), 16 de marzo de 1857: 2.

[39] El Nacional (Buenos Aires), 4 de septiembre de 1856: 2.

[40] El Nacional (Buenos Aires), 31 de agosto de 1861: 2.

[41] El Nacional (Buenos Aires), 29 de octubre de 1861: 2.

[42] El Nacional (Buenos Aires), 26 de diciembre de 1860: 3.

[43] Campaña de Cepeda y Pavón 1858-1859, ed. La Nación, 1912. Biblioteca Nacional, Archivo del General Mitre, t. 16.

[44] Sobre los vínculos entre guerra y fomento del gobierno a la estandarización de indumentaria militar para el caso francés Coffin 56-57.

[45] Ver, por ejemplo, “‘Propuestas aceptadas’, licitación de confección de indumentaria”, El Nacional (Buenos Aires), 19 de mayo de 1860: 3.

[46] Ver aviso de licitación en El Nacional (Buenos Aires), 31 de mayo de 1861: 3.

[47] Estos géneros se mencionan en las licitaciones y lo confirma Leoni en su artículo, aunque se centra en un período posterior (1871-1872). Juan B. Leoni, “Armar y vestir al ejército de la Nación: los artefactos militares del Fuerte General Paz (Carlos Casares, Buenos Aires) en el marco de la construcción del Estado nacional y la guerra de frontera”, Intersecciones en Antropología 10.2 (2009): 170

[48] Uniformes importados en la Ropería de Cayetano Descalzo, El Nacional (Buenos Aires), 13 de agosto de 1858: 3.

[49] El Nacional (Buenos Aires), 5 de junio de 1855: 2.

[50] El Nacional (Buenos Aires), 10 de diciembre de 1860: 2.

[51] “Pedidos de exención de impuestos de alumbrado y serenos de Isabel Lugones y Petrona Lagarza”, 1861. AHCBA, Gobierno, caja 5..

ANEXO